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10 de enero de 2014

LA FALSA TIZONA, EL FALSO DON PELAYO

La Rendición de Breda. Velázquez. Museo del Prado.


Autor: F. Javier Herrero
Publicado en El País del 10/1/2014

Fíjense en el cuadro de Velázquez que abre este post. Todos nosotros lo reconocemos y lo hemos visto al menos alguna vez en nuestros libros escolares, La rendición de Breda pintado en 1635, y sabemos que narra una victoria militar de los Tercios de Flandes frente a los holandeses, que no acataban la soberanía de los Habsburgo españoles. Podríamos decir que esa obra del pintor sevillano se ha grabado en nuestra memoria para recordar ese suceso histórico pero a pesar de su apariencia realista, no narra lo que en ese momento ocurrió. El acto de entrega de la llave de la ciudad por Justino de Nassau aAmbrosio de Spínola nunca tuvo lugar y tras un acuerdo mutuamente favorable, las tropas holandesas abandonaban Breda. Hubo asedio, pero no hubo ninguna batalla memorable, y por tanto, no se produjo ese homenaje caballeroso a los derrotados. Si además de esto, añadimos que los tercios que tomaron parte en esa acción militar estaban formados en su totalidad por extranjeros y las famosas lanzas que aparecen en el cuadro ya no eran usadas en ese tiempo pues fueron sustituidas por arcabuces, ¿qué ocurrió en esa capitulación? La Corte española encargó a Velázquez esa pintura con la intención de engrandecer y darle una pátina de gloria a la victoria de Breda que, aun teniendo una gran importancia para la guerra en Flandes, no fue una gesta heroica. Este es uno de los recursos que los gobernantes y las élites han tenido a lo largo de la historia para modificar el imaginario histórico de sociedades enteras y nos han llevado a un conocimiento erróneo del pasado tal y como nos cuenta Miguel-Anxo Murado en La invención del pasado, publicado por Debate.

 El arqueólogo y periodista gallego, colaborador habitual de la BBC y The Guardian, ha escrito libros como Otra idea de Galicia, y en este ensayo escoge una serie de momentos de nuestra historia para demostrar que no podemos defender las decisiones del presente con argumentos del pasado por la sencilla razón de que la historia no puede proporcionarnos ninguna certeza porque sus bases son demasiado débiles e inestables. Teniendo en cuenta que la ideología es el elemento de distorsión más fácil de detectar  y por tanto de corregir, Murado prefiere llevar nuestra atención hacia otros factores menos obvios pero mucho más decisivos a la hora de deformar nuestra conciencia histórica. La finalidad de La invención del pasado sería, según el autor, que el lector de historia adopte una actitud escéptica para intentar conocer lo que ha sucedido porque la historia no puede tener el carácter probatorio que se le atribuye.

Si una de las bases de la investigación histórica es el riguroso análisis de los documentación, en este país esa tarea se convierte en algo prácticamente imposible para conocer algunos períodos concretos como por ejemplo el surgimiento del Reino de Asturias, mito fundacional de España según la historia convencional, tras la invasión musulmana de 711 (otro asunto que se trata en el libro). Murado presenta un panorama desolador para un historiador interesado en el pasado de Asturias pues el problema no es solo la ausencia de documentos contemporáneos que nos transmitan información sino que los que existen son muy posteriores, y falsos casi en su totalidad. Esto se debe a la tarea del obispoPelayo de Oviedo, que en el siglo XII se dedicó a manipular o inventar todo un corpus documental relacionado con la monarquía asturiana. Las razones que tenía el obispo para llevar a cabo esa tarea parece que eran más de índole material que espiritual y estaban relacionadas con el impulso de su flamante sede obispal.

 Tener que trabajar sobre documentos falsificados es peliagudo pero se puede subir un escalón en la dificultad si el terreno en el que nos movemos es ya el de la pura invención. Esto es lo que el autor define como la 'construcción de la historia' y para ello aborda el caso de Castilla y su imagen histórica. A finales del siglo XII, el reino castellano detentaba un poder político en la península que para sus monarcas, no se compadecía con el pasado que se le atribuía de condado irrelevante y fronterizo. Por ello, la monarquía castellana encargó al arzobispo Ximénez de Rada la misión de que promoviese una versión de los orígenes de Castilla como reino antiguo y glorioso. Su obra máxima será Historia Gothica, y en ella este obispo hace una reelaboración de todo el relato histórico que confiere a la dinastía castellana, y no a la leonesa, la legitimidad de su descendencia de la misma monarquía goda y le añade algunas leyendas sobre una Castilla remotamente independiente. Al igual que en el caso asturiano, aquí Ximénez de Rada tiene motivos personales importantes para crear esa imagen del reino castellano como lícito continuador de la monarquía visigoda ya que el papado tiene que dirimir cuál va a ser la diócesis primada en España y nuestro arzobispo defiende la candidatura de Toledo, la antigua capital del reino visigodo.

 Dentro de este proceso de 'construcción del pasado' a lo largo del siglo XIX y tratando de adaptar las visiones de España que se forjaron con las crónicas alfonsinas o las de Florián de Ocampo y Juan de Mariana, especialmente éste último, aparecen las historias nacionales cuyo máximo exponente será Modesto Lafuente y su Historia General de España. El objetivo de Lafuente y toda una pléyade de intelectuales era plantear el relato histórico en los términos de la identidad nacional española, teniendo cuidado de que lo castellano fuese el componente esencial de esa identidad. José Álvarez Junco nos describe en su gran obra Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX el esquema dominante de estas narraciones: paraíso (España aislada, feliz e independiente), caída (“pérdidas de España bajo Roma, los musulmanes, etc”) y redención (España recupera con el régimen liberal las libertades perdidas). Pero hay que esperar a Menéndez Pidalprimus inter pares de los intelectuales nacionalistas liberales, para que la concepción castellanocéntrica se convierta finalmente en la idea histórica de España. Menéndez Pidal pensaba que el mejor hilo conductor de su teoría, buceando en los elementos esenciales que conforman ese espíritu del pueblo o Volksgeist español, era la lengua y decidió basar sobre el Poema de Mío Cid todo su proyecto histórico. Como recuerda Murado, Pidal usó una obra de arte literaria como un documento válido para la investigación y similar a una crónica periodística. Aunque la historiografía científica se ha ido abriendo camino desde los años 70 del siglo pasado y las contradicciones de este discurso son evidentes, el prestigio de Pidal es tan fuerte que su idea de España sigue dominando el imaginario colectivo.

La importancia de una visión histórica que legitime al régimen político que se asienta en el poder ha hecho que se fomenten iniciativas culturales como el género de la pintura histórica (durante el siglo XIX), los hallazgos arqueológicos, el cuidado de objetos históricos en los museos, la gestión de los lugares que evocan la memoria colectiva(casas natales, espacios protegidos, etc) con el propósito de que el mensaje que nos transmiten sea acorde a la idea histórica de España que esos regímenes han propugnado. Las pinturas traducían al lenguaje plástico “verdades” de la historia mientras que los objetos conservados en los museos nos permitirían palpar ese pasado para recordarlo, pero de acuerdo a una visión que muy frecuentemente llega distorsionada. El problema se hace mayor si hablamos de falsificaciones y Murado nos expone un ejemplo reciente que muchos recordarán y tiene que ver otra vez con la figura del Cid, en esta caso con laTizona, su famosa espada. En este asunto se mezclan varios aspectos como el contexto neonacionalista de la época del expresidente Aznar, las alegrías presupuestarias de un momento económico boyante, la atracción casi irracional de un objeto mitificado y los intereses de políticos locales mediocres. En diciembre de 2002 la Tizona fue declarada Bien de Interés Cultural, previo informe sobre su autenticidad de la Universidad Complutense de Madrid. No valieron cuatro estudios sucesivos de expertos quedeterminaban categóricamente que no era la espada del Cid. En 2007 La Junta de Castilla y León pagó 1,6 millones de euros al marqués de Falcés por una espada cuyo valor había quedado tasado en unos seis mil o siete mil euros por los expertos antes mencionados.

 Estos son solo algunos de los ejemplos que Miguel-Anxo Murado trata en su muy interesante ensayo, que termina preguntándose si sirve para algo la historia. Julián Casanova citaba en un reciente artículo cómo entendía Lord Acton (1834-1902) la buena historia al dirigirse a sus colaboradores en la Cambridge Modern History, “nuestro Waterloo debe escribirse de tal forma que satisfaga al mismo tiempo a franceses, ingleses, alemanes y holandeses”. Ya sea a través de la educación o a través de la cultura conmemorativa de valores compartidos, ¿podremos tener en el futuro una noción de la historia de España más cercana a la verdad que a la ficción y que satisfaga a la par a catalanes, andaluces, vascos, gallegos y castellanos? 

Autor: F. Javier Herrero
Publicado en El País del 10/1/2014
Foto: El País



4 de enero de 2014

LA ODISEA POLAR DE SHACKLETON


Autor: David Torres. Leído en Público.es el 4/1/2014

El hallazgo en cabo Evans de unas placas fotográficas congeladas desde hace un siglo rememora una de las mayores gestas de supervivencia de la era contemporánea: la de la Expedición Imperial Transantártica de 1914 dirigida por sir Ernest Shackleton. Muchos son los homenajes que este año celebrarán el centenario de la primera gran carnicería a escala planetaria, pero pocos tendrán un momento para el recuerdo de Shackleton y sus hombres, la antítesis perfecta de la guerra de trincheras, probablemente la lucha más hermosa, noble y limpia que el hombre haya entablado jamás contra las fuerzas de la naturaleza.
Todo comenzó con un anuncio que Shackleton publicó en la prensa, que muestra la pasta de la que estaba hecha la gente de hace un siglo y que todavía hoy pone los pelos de punta: “Se necesitan hombres para viaje arriesgado. Poco sueldo, mucho frío, largos meses en total oscuridad. Peligro constante, sin garantía de regreso. En caso de éxito, reconocimiento y gloria”. Más de cinco mil voluntarios respondieron a la llamada, de los cuales Shackleton seleccionó personalmente a ventiseis, a los cuales posteriormente se unió un polizón. El Endurance partió en el verano de 1914, poco antes de iniciarse la contienda, y cuando atravesaba el mar de Wedell, quedó encallado en la banquisa apenas a una jornada de navegación del lugar previsto para el desembarco en el continente. Jamás llegó a tocar tierra.
Allí, atrapados en una telaraña de hielo, a miles de kilómetros de cualquier ruta conocida, y mientras el mundo civilizado estallaba en pedazos, comenzó la larga odisea antártica. Muy pronto Shackleton comprendió que no podían recibir ayuda del exterior y que tampoco lograrían liberar la nave. Consciente de las tragedias y catástrofes que jalonan la historia de las exploraciones polares, no permitió en ningún momento que decayera la moral y echó mano de todos los recursos a su alcance para mantener el ánimo de la tripulación, desde improvisadas obras de teatro a partidos de fútbol sobre el hielo. Cuando, meses después, dio la orden de abandonar el barco, ordenó conservar únicamente lo imprescindible: lanchas, tiendas de campaña, perros y provisiones. El Jefe (el sobrenombre que le pusieron sus hombres y que él consideraba aun por encima del título de sir, conseguido años antes al alcanzar el polo sur magnético) fue el primero en dar ejemplo arrojando a la nieve dos guineas de oro y su biblia personal, de la que guardó únicamente una hoja, un fragmento del Libro de Job (“¿De qué vientre sale el hielo? ¿Y la escarcha del cielo, quien la da a luz?”) donde parecía trazado el destino de todos.
Pero Shackleton, aparte de tozudo, tenía la manía de la supervivencia. No iba a repetir la historia del capitán Scott, congelado junto a varios de sus hombres al regreso del polo sur. Años atrás, al regreso de una expedición en la que había tenido el coraje de dar media vuelta cuando se encontraba a menos de cien kilómetros de su objetivo, Shackleton escribió a su mujer: “He pensado que preferirías un burro vivo a un león muerto”. Es curioso que los mismos expertos en liderazgo que lo ponen hoy día como ejemplo, pasen por alto que fracasó en todas las empresas de exploración y en todos los negocios que llevó a cabo, y que su gran logro, casi su único logro, es que, después de tres años de terribles padecimientos, logró regresar a Inglaterra sin perder un solo hombre.
Sin duda alguna ésa es la gran lección de Shackleton, el empeño que puso en sacar a todos vivos de aquel laberinto helado sin más bajas que los perros de trineo que habían llevado consigo y los cachorros que nacieron durante el viaje. En abril de 1916, después de incontables caminatas sobre bloques de hielo y un arriesgado cabotaje entre témpanos que amenazaban con hundir las lanchas, arribaron a Isla Elefante, un escollo perdido de donde no había más salida que el mar. Shackleton entonces confió su suerte a Worsley, el capitán del Endurance, quien partió en una ballenera de apenas siete metros de eslora junto a cinco hombres, dispuesto a cruzar mil quinientos kilómetros por el océano más tormentoso del mundo rumbo a las Georgias del Sur. Worsley consiguió una hazaña naútica sin parangón en la historia naval, embocando la ruta sin otra ayuda que su instinto marinero y un par de mediciones con el sextante, cuando una desviación de un solo grado hubiera supuesto el desastre.
Allí dio comienzo el penúltimo capítulo de la odisea: habían desembarcado en una orilla desconocida y ahora tenían que cruzar de lado a lado hasta la base ballenera de Stromnes atravesando una cordillera virgen. Unos días después Shackleton y dos compañeros  tocaron a la puerta de una de las cabañas como una aparición del otro mundo. De inmediato rescataron al maltrecho trío que esperaba al otro lado de la isla, pero invirtieron seis meses y tres tentativas de rescate en alcanzar otra vez Isla Elefante. Por suerte, había confiado el grueso del grupo a manos de su lugarteniente, Frank Wild, un hombre que mantuvo la disciplina y el ánimo a punto, como si fuese el propio Jefe. A bordo del Yelcho, un remolcador chileno, Shackleton vio aparecer la peculiar silueta del islote y contó ansiosamente las figuras que agitaban los brazos desde la orilla. Se echó a llorar cuando vio que no faltaba ninguno. Lo había conseguido: no el polo sur, ni la travesía transantártica, sino sacarlos con vida a todos de aquel infierno blanco.
Por desgracia, la Gran Guerra continuaba y muchas de las vidas que Shackleton había cuidado con tanto esmero en su aventura polar se perdieron en los campos de batalla de Europa. “Todos tenemos nuestro Sur blanco” dejó escrito en su gran libro, South, publicado unos años después de la gran epopeya. En 1922, tras varias empresas donde no le acompañó la suerte, se organizó un viaje conmemorativo a las Georgias del Sur donde viajaron Shackleton, Wild y otros supervivientes. Como en pago de una antigua deuda, un infarto fulminó al Jefe poco después del desembarco y su viuda decidió que lo enterraran allí, en el cementerio de Gritvyken, en una tumba adornada con un verso de Browning en donde hoy, de vez en cuando, los pingüinos montan guardia. Raymond Prestley, un geólogo que trabajó con los tres grandes exploradores polares, resumió así las virtudes de cada uno: “Como jefe de una expedición científica, elegiría a Scott; para un raid polar rápido y eficaz, a Amundsen; pero en medio de la adversidad, cuando no ves salida, ponte de rodillas y reza para que te envíen a Shackleton”.

Autor: David Torres. Leído en Público.es el 4/1/2014
Foto: Público.es