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9 de septiembre de 2011

ORIGEN DEL SIGNO DE VICTORIA (CON DOS DEDITOS)


Fui yo un chaval aficionado al cine y si era de “espadachines”, como decíamos entonces, pues más.  Se me ha quedado grabada una escena de una de esas pelis (una “españolada” tal como describíamos con total desprecio al cine heróico-garbancero del franquismo) de la que no tengo ni idea del título, ni de nada que a ella se refiera, que discurría más o menos como sigue: entra un mensajero muy agitado al salón de un castillo donde se encuentran otros personajes y espeta con voz entrecortada : “Caballeros, acaba de comenzar la guerra de los Cien Años”.  Así, con dos bemoles la capacidad de visión de futuro del tío.

Fue aquélla una terrible contienda entre franceses e ingleses que transcurrió entre el siglo XIV y XV en la que se dirimió el derecho al trono de Francia por parte de los reyes ingleses (lo que hubiese creado una superpotencia europea) y la respuesta de los franceses que sonaba algo así como “une merde”. Dado que a los españoles ni nos fue ni nos vino nada en aquella historia, pues no la tenemos ni en los libros de texto. Como mucho, nos suena Juana de Arco (santa) por aquello de ser una señora con armadura luchando como cualquier bárbaro varón contra los ingleses y que finalmente fue quemada por hechicera y santificada por no sé cuál de las dos cosas (bárbara o bruja), que los misterios divinopapales son insondables.

Escarbando un poco en esta historia, sí que sabemos que las primeras batallas, todas ellas aplastantes victorias británico-normandas, significaron el final de la gloriosa época de la caballería feudal. Me refiero a aquellos caballeros, todos nobles, con sus armaduras relucientes, espadas, mandobles  y lanzas, sin que les faltase el pañuelo de su dama al cuello (una chispa moñas en las versiones de Hollywood con el Robert Taylor como prota), que dirimían los encuentros en heróicos combates individuales y cuando no, con la táctica de la galopada en masa a ver quiénes eran los más burros en el sangriento encuentro. Mientras, los soldados de a pie no hacían más que bulto y colaboraban a cantazo limpio porque las espadas no sabían ni por qué punta había que cogerlas.

Bien; frente a estos paladines de la caballería, los ingleses crearon un nuevo cuerpo en su ejército que fue el de los arqueros. Estaba compuesto por villanos (gentes de las villas sin una gotita de sangre noble) que utilizaban unos arcos largos como el cuerpo de un hombre –bajito, dada la época- con unas flechas capaces de atravesar una armadura. Miles de arqueros. Se colocaban en las alas del ejército y cuando los caballeros franceses se abalanzaban contra el centro, como era tradicional, les freían a flechazos. Así fue por ejemplo en las batallas de Crècy y Azincourt (o Agincourt). De nada servía ya haber pasado la vida aprendiendo el manejo del caballo, espada y lanza en tu castillo. De lejos, un siervo, campesino o pobre burgués te abría un agujero en peto y espaldar por el que te escapaba toda tu superioridad nobiliaria.

Tal odio llegaron a sentir los caballeros del rey de Francia contra esos arqueros ingleses que, según una tradición, antes de la batalla de Azincourt juraron e hicieron saber que cortarían  los dedos índice y corazón a todo arquero que pillasen para que jamás pudiese volver a disparar una flecha. Hay que tener en cuenta que antes de la batalla, la superioridad numérica del ejército francés era tal que se daba por segura la derrota inglesa (con el consiguiente, supongo, acoxone de los tíos de los arcos que se veían rascándose las pulgas con los nudillos para toda la vida).

El final fue muy otro. El ejército francés fue aplastado por una serie de circunstancias, entre la cuales se cuenta la soberbia actuación de los arqueros quienes, con la consiguiente alegría, retranca y cachondeíto,  se dedicaron a enseñar a los gabachos prisioneros su dos deditos, los que les iban a cortar, abiertos en forma de V.

Éste es el origen, no sé si más o menos legendario, del signo de la victoria que tántas veces hemos visto y practicado. No hay como rebuscar en la Historia para comprender que, entre los humanos, hasta el gesto más nimio se basa en algún tipo de salvajada. Qué le vamos a hacer.

Para interesados en el tema, está muy bien la novela histórica “Azincourt” de Bernard Cornwell.

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