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15 de mayo de 2011

DOÑA MARÍA LA BRAVA


Si nos damos un paseo por la plaza de los Bandos de Salamanca veremos en una esquina, algo apabullada por la horrorosa mole de un banco,  una preciosa fachada con todas las características de las casas nobiliarias del siglo XV. La domina un portón de arco de medio punto con unas enormes dovelas que nos recuerdan que la Extremadura (el “extremo Douro”) medieval comenzaba en tierras salmantinas. El portalón está enmarcado por un gran alfiz quebrado decorado con bolas, muy del gusto de los tiempos de la primera Isabel y sobre el arco hay un único balcón de preciosa forja. Tres escudos decoran los paños: el de los Enríquez de Sevilla (familiares de la reina) sobre la balconada, el de los Monroy a la izquierda y el de los Maldonado en la derecha. Este edificio es conocido como la Casa de María la Brava.

Desde mi llegada a tierras charras me llamó la atención este nombre. Como ya comenté en otro artículo, tengo debilidad por las mujeres de armas tomar que se han pasado por el forro de su corpiño los prejuicios varoniles de la Historia. No me costó mucho conocer quién fue esta doña María de Monroy, a la que “dicen” la Brava.

La historia que voy a contar hay que enmarcarla en la guerra local de los Bandos, una de tantas salvajadas de la gorilesca estupidez por el dominio del territorio que nos caracteriza. En dos palabras: las familias nobles de Salamanca estaban enfrentadas en dos bandos, el de San Benito y el de Santo Tomé, por el control de la ciudad; enfrentamiento violento, duro y cruel propio de la época. Doña María había nacido en la ciudad de Plasencia, en la casa de las dos Torres. Es éste un palacio que no se puede dejar de visitar en una preciosa ciudad digna de perderse uno por su casco histórico. Casó con don Enrique Enríquez y a partir de ese momento residió en Salamanca, en la casa que hemos descrito, integrándose por su pertenencia familiar al bando de Santo Tomé. Aunque enviudó pronto, tiempo tuvo de dar a luz dos hijos: Luis y Pedro, los “Enríquez”.  Ya creciditos, estos dos criaturos tomaron parte, es de suponer que con entusiasmo adolescente, en las luchas callejeras contra los de San Benito. En una de esas estúpidas refriegas, fueron muertos, ambos, por los hermanos Manzanos, otros dos descerebrados del bando rival, quienes viéndoselas venir, quizás por conocimiento de los reaños de doña María que no por la justicia, salieron a uña de caballo a buscar refugio en Portugal.

La madre de los Enríquez no se lo pensó dos veces;  reunió a deudos y sicarios, partió hacia Ciudad Rodrigo, cruzó la frontera portuguesa, encontró a los asesinos de sus cachorros, los mató, los decapitó y volvióse, con las dos cabezas clavadas en sendas picas a modo de estandarte, a Salamanca. Una vez en la ciudad depositó los tristes trofeos en las tumbas de sus hijos igual que hoy día ponemos un florero con flores de plástico en la última morada de nuestros deudos. Y se ganó el sobrenombre.

Cierto es que esta tétrica muestra de dulce amor materno empeoró la situación del conflicto durante bastantes años más, hasta que el santico del milagrillo de Tentenecio del que hablábamos el otro día, San Juan de Sahagún, consiguió sentar a los dos bandos en la misma mesa para firmar una paz definitiva. Pero lo que quedó grabado en el recuerdo, más que la estupidez (otra más) de los enfrentamientos de los poderosos a costa de vidas o bienestar de las gentes, fue  la figura trágica de doña María,  la Brava.



Foto superior: fachada de la casa de doña María la Brava, en la plaza de los Bandos de Salamanca
Foto inferior: casa de las Dos torres, en Plasencia, en la que nació María la Brava.

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