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12 de enero de 2011

ETA: HISTORIA DE UNA MALA CONCIENCIA

Corrían los primeros años 60 del siglo pasado. Yo por aquel entonces vivía, por motivos familiares, en una tristísima ciudad del País Vasco en la que no destacaban más que un gigantesco seminario, una preciosa catedral gótica, una horrorosa catedral neogótica en construcción y una innumerable cantidad de cuarteles. Es decir, una ciudad de curas y militares.
Eran años de Plan de Estabilización, emigración a Alemania y primeras turistas en las playas (yo sé por qué lo digo en femenino) . El Partido Comunista de España apostaba por el abandono del estalinismo y abrazaba las vías democráticas. Renacía el sindicalismo en el tajo y comenzaba a removerse algo profundo en las universidades. El franquismo se olvidaba del Imperio hacia Dios y cambiaba camisas azules y recios ademanes por la meliflua educación de los tecnócratas con corbata del Opus; renovación económica o morir, dentro de un orden. Pero la represión seguía intacta: Brigada Político-Social en la policía, Tribunal de Orden Público en la justicia, cárceles llenas  por delitos políticos y ejecuciones sumarias por garrote vil, fusilamiento o caídas accidentales desde los pisos más altos de las comisarías. Otra forma de represión ligeramente más sutil era la ejercida contra todo aquello que olía a nacionalismo; estaba prohibida la utilización de cualquier lengua que no fuese el castellano o cualquier manifestación cultural autóctona que no fuesen los cursilísimos grupos de coros y danzas de la Sección Femenina de doña Pilar Primo de Rivera, hermana del creador del fascismo español.  
Franco no perdonaría que ningún partido nacionalista, aun siendo todos de derechas, se pusiese a su lado en el sublevación de 1.936. Siempre consideró a Cataluña y al País Vasco como territorios conquistados.

Este era el escenario español y el vivido en aquella gris ciudad vasca cuando nos enteramos del asesinato del comisario de Irún, señor Melitón Manzanas. Recuerdo que lo leí en el periódico “La Voz de España” que se editaba en San Sebastián y era de ámbito vascongado.  Para mí, un chavalillo, aquello no me dijo demasiado, aunque sí que noté un cierto nerviosismo (miedo puro y duro) en las conversaciones familiares. El crimen lo había perpetrado una organización clandestina de la que se escuchaba el nombre por primera vez: E.T.A. Son las siglas de tres palabras euskeras que en castellano viene a traducirse como Tierra y Libertad. Sí me afectó más que al año siguiente una bomba en una carretera de Álava interrumpió la Vuelta Ciclista a España, de la que era un forofo.  Así comenzó todo para los que no conocíamos más entresijos de la historia.  Desde la izquierda política y sociológica la interpretación no tuvo dudas: los etarras eran unos luchadores por la libertad, antifranquistas, herederos de alguna manera de los guerrilleros y maquis de los años 40 y 50, que encontraban su justificación en la violencia franquista. Ni su ideología nacionalista radical ni sus métodos coincidían con el internacionalismo marxista o las posturas demócratas-burguesas de las otras corrientes opuestas al régimen, pero en la lucha contra el mismo cualquiera era bienvenido. Esta postura de cierta admiración por la acción violenta y directa de ETA llegó a su punto álgido con el atentado contra el Almirante Carrero Blanco, delfín de Franco y único posible heredero que pudiese hacer perdurar la dictadura. Quizás hayamos corrido todos los velos del templo sobre lo que estoy diciendo, pero fue así: la izquierda actual – la poca que conserva su memoria histórica- tiene la mala conciencia de saber que en aquellos momentos se aplaudió con palmas sordas la acción de ETA.

Bien es verdad que nadie podía suponer que cuando se abrieron puertas y ventanas a la democracia, cuando llegó la amnistía y se vaciaron las cárceles de presos políticos, incluyendo los etarras, cuando el País Vasco consiguió su amplio estatuto de autonomía y se transformó en Euskadi, cuando su lengua alcanza el estatus de oficial, la ETA se pasaría todo esto por el forro de sus kaikus (era una prenda de abrigo obligada, junto con la txapela, para todos los nacionalistas radicales) y seguiría matando, secuestrando y chantajeando, despreciando la democracia e incluso poniéndola en peligro en muchos momentos. Fue un golpe para los bienintencionados demócratas de izquierda ver que habían condescendido con unos auténticos desalmados que en definitiva eran tan fascistas como el régimen que acababa de ser desmontado (que no derrocado). Quizás esta mala conciencia de la izquierda haya retrasado el fin de ETA por  haberse vacilado en  utilizar contra ellos las armas que desde el principio teníamos en las manos: ley, tribunales y fuerzas de orden público, junto la ayuda internacional que se nos debía como país democrático que somos y con la que el franquismo no podía ni soñar.

Gracias a haberlo hecho  aunque sea tarde, parece que esta pesadilla puede tener un fin. Conste que los más aliviados creo que serán los propios vascos que podrán abandonar su estado de libertad vigilada y participar plenamente de esta democracia mediocre, gris , aburrida e imperfecta pero que me permite decir todo eso de ella (y mucho más que se me ocurre) sin que nadie dé una patada en mi puerta por la noche para detenerme, ni me secuestren, ni mi pongan una bomba lapa debajo del monopatín. Bendita sea.

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